HOMILIA DE S.S. JUAN PABLO II (30-04-00)
Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius. "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal. 118,
1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la
misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los
pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos." (Jn 20, 21-23)
Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado. Es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón,
fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De este corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces
de luz que iluminan el mundo: "Estos dos haces -le explicó Jesús mismo- representan la sangre y el agua" (Diario, 299).
1 ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista San Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el
Calvario, vio salir "sangre y agua" (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también
el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39).
La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: "(...) Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia Mismos" pedirá
Jesús a sor Faustina (Diario, 1074). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un
"segundo nombre" del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de
perdón?
Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska.
La Divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra
mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a
millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia.
Jesús dijo a sor Faustina: "(...) La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia" (Diario, 300). A través de la
obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don
de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
2 ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo es cierto que, además de los nuevos
progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará
el camino de los hombres del tercer milenio.
Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las
heridas de su crucifixión y repite: "Paz a vosotros". Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de
nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna.
3 Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora
en toda la Iglesia se designará con el nombre de "domingo de la Misericordia Divina". A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que
reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que "el hombre no sólo recibe y experimenta la
misericordia de Dios, sino que está
llamado a "usar misericordia" con los demás: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7)" (Dives in misericordia,
14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó
sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales.
Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de
todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: "Misericordias Domini in aeternum
cantabo".
4 La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos
los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos.
El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: "En esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos" (1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la
observancia de los mandamientos.
En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de
su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de
generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia!
En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura:
"En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía" (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se
convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las "obras de la misericordia", espirituales y corporales. Aquí la misericordia se
transformó en hacerse concretamente "prójimo" de los hermanos más indigentes.
5 Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: "Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo
repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo". ¡Hasta ese
punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!
En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de
salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos
de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.
6 Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han
perdido la confianza en su vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su
corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación "Jesús, en Ti confío" (Diario, 47), que la Providencia sugirió a través de
sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno.
7 "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Sal 89,2). A la voz de María santísima, la "Madre de la Misericordia", a la voz de esta nueva santa, que en la
Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.
Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la Misericordia Divina,
ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las
rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos
nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza:
"Cristo, Jesús, en Ti confío".
HOMILIA DE S.S. JUAN PABLO II (22-04-01)
1. "No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1, 17-18).
En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para
experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: "No temas"; morí en la cruz,
pero ahora "vivo por los siglos de los siglos"; "yo soy el primero y el último, yo soy el que vive".
"El primero", es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; "el último", el término definitivo de la historia; "el que vive", el
manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón
para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya "las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1,
18).
2. "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 117, 1). Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en
el Salmo responsorial: la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une
la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que
se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.
Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición
humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, "habla y no cesa nunca de decirque Dios-Padre es absolutamente fiel a su eterno amor
por el hombre. (...) Creer en ese amor significa creer en la misericordia" (Dives in misericordia, 7).
Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra
existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, "misericordia" hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los "enemigos", siguiendo el
ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?
3. Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado, el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia
divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización
de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor. La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para
Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los
hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina: "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario,
p. 132). ¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en el alba del tercer milenio.
4. El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la
emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos
y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo" (Jn 20, 21). E inmediatamente después "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis les quedan retenidos"" (Jn 20, 22-23). Jesús les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado
traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.
Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de
luz y verdad, de amor y perdón.
5. ¡El Corazón de Cristo! Su "Sagrado Corazón" ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de
ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua" (Diario, p. 132). La sangre
evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista San Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4,
14).
A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor
misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.
6. "Jesús, en ti confío". Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con
confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.
Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple
acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que
se siente oprimido por el peso del pecado.
María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy
recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo: "Jesús, en ti confío". Hoy y siempre. Amén.
HOMILIA DE S.S. JUAN PABLO II (17-03-02)
Hoy, en este santuario, quiero consagrar el mundo a la Misericordia divina.
"Oh inconcebible e insondable misericordia de Dios, ¿quién te puede adorar y exaltar de modo digno? Oh sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce
esperanza de los pecadores" (Diario, 951, ed. it. 2001, p. 341).
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Repito hoy estas sencillas y sinceras palabras de santa Faustina, para adorar juntamente con ella y con todos vosotros el misterio inconcebible e
insondable de la misericordia de Dios. Como ella, queremos profesar que, fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre. Deseamos repetir con fe: Jesús,
confío en ti.
De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particularmente necesidad en nuestro tiempo, en el que el hombre se siente
perdido ante las múltiples manifestaciones del mal. Es preciso que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo más íntimo de los corazones llenos de sufrimiento, de temor e
incertidumbre, pero, al mismo tiempo, en busca de una fuente infalible de esperanza. Por eso, venimos hoy aquí, al santuario de Lagiewniki, para redescubrir en Cristo el rostro del Padre: de
aquel que es "Padre misericordioso y Dios de toda consolación" (2 Co 1, 3). Con los ojos del alma deseamos contemplar los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta
mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día.
2. Estamos a punto de dedicar este nuevo templo a la Misericordia de Dios. Antes de este acto, quiero dar las gracias de corazón a los que han contribuido a
su construcción. Doy las gracias de modo especial al cardenal Franciszek Macharski, que ha trabajado tanto por esta iniciativa, manifestando su devoción a la Misericordia divina. Abrazo con
afecto a las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia y les agradezco su obra de difusión del mensaje legado por santa Faustina. Saludo a los cardenales y a los obispos de
Polonia, encabezados por el cardenal primado, así como a los obispos procedentes de diversas partes del mundo. Me alegra la presencia de los sacerdotes diocesanos y religiosos, así como de los
seminaristas.
Saludo de corazón a todos los que participan en esta celebración y, de modo particular, a los representantes de la Fundación del santuario de la Misericordia
Divina, que se ocupó de su construcción, y a los obreros de las diversas empresas. Sé que muchos de los aquí presentes han sostenido materialmente con generosidad esta construcción. Pido a Dios
que recompense su magnanimidad y su compromiso con su bendición.
3. Hermanos y hermanas, mientras dedicamos esta nueva iglesia, podemos hacernos la pregunta que afligía al rey Salomón cuando estaba consagrando como morada
de Dios el templo de Jerusalén: "¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que
yo te he construido!" (1 R 8, 27). Sí, a primera vista, vincular determinados "espacios" a la presencia de Dios podría parecer inoportuno. Sin embargo, es preciso recordar que el tiempo y el
espacio pertenecen totalmente a Dios. Aunque el tiempo y todo el mundo pueden considerarse su "templo", existen tiempos y lugares que Dios elige para que en ellos los hombres experimenten de modo
especial su presencia y su gracia. Y la gente, impulsada por el sentido de la fe, acude a estos lugares, segura de ponerse verdaderamente delante de Dios, presente en ellos.
Con este mismo espíritu de fe he venido a Lagiewniki, para dedicar este nuevo templo, convencido de que es un lugar especial elegido por Dios para derramar
la gracia de su misericordia. Oro para que esta iglesia sea siempre un lugar de anuncio del mensaje sobre el amor misericordioso de Dios; un lugar de conversión y de penitencia; un lugar de
celebración de la Eucaristía, fuente de la misericordia; un lugar de oración y de imploración asidua de la misericordia para nosotros y para el mundo. Oro con las palabras de Salomón: "Atiende a
la plegaria de tu siervo y a su petición, Señor Dios mío, y escucha el clamor y la plegaria que tu siervo hace hoy en tu presencia, que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa. (...)
Oye, pues, la plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona" (1 R 8, 28-30).
4. "Pero llega la hora, ya está aquí, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, porque el Padre desea que le den culto así"
(Jn 4, 23). Cuando leemos estas palabras de nuestro Señor Jesucristo en el santuario de la Misericordia Divina, nos damos cuenta de modo muy particular de que no podemos presentarnos aquí si no
es en Espíritu y en verdad. Es el Espíritu Santo, Consolador y Espíritu de verdad, quien nos conduce por los caminos de la Misericordia divina. Él, convenciendo al mundo "en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio" (Jn 16, 8), al mismo tiempo revela la plenitud de la salvación en Cristo. Este convencer en lo referente al pecado tiene lugar
en una doble relación con la cruz de Cristo. Por una parte, el Espíritu Santo nos permite reconocer, mediante la cruz de Cristo, el pecado, todo pecado, en toda la dimensión del mal, que encierra
y esconde en sí. Por otra, el Espíritu Santo nos permite ver, siempre mediante la cruz de Cristo, el pecado a la luz del "mysterium pietatis", es decir, del amor misericordioso e indulgente de
Dios (cf. Dominum et vivificantem, 32).
Y así, el "convencer en lo referente al pecado", se transforma al mismo tiempo en un convencer de que el pecado puede ser perdonado y el hombre puede
corresponder de nuevo a la dignidad de hijo predilecto de Dios. En efecto, la cruz "es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (...). La cruz es como un toque del amor eterno
sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (Dives in misericordia, 8). La piedra angular de este santuario, tomada del monte Calvario, en cierto modo de la base de la
cruz en la que Jesucristo venció el pecado y la muerte, recordará siempre esta verdad.
Creo firmemente que en este nuevo templo las personas se presentarán siempre ante Dios en Espíritu y en verdad. Vendrán con la confianza que asiste a cuantos
abren humildemente su corazón a la acción misericordiosa de Dios, al amor que ni siquiera el pecado más grande puede derrotar. Aquí, en el fuego del amor divino, los corazones arderán anhelando
la conversión, y todo el que busque la esperanza encontrará alivio.
5. "Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el alma y la divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, por los pecados nuestros y del
mundo entero; por su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero" (Diario, 476, ed. it., p. 193). De nosotros y del mundo entero... ¡Cuánta necesidad de la misericordia de
Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza,
donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida
y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia
en el mundo termine en el resplandor de la verdad.
Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina. Lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor
misericordioso de Dios, proclamado aquí a través de santa Faustina, llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza. Que este mensaje se difunda desde este lugar a toda
nuestra amada patria y al mundo. Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir "la chispa que preparará al mundo para su última venida" (cf. Diario, 1732, ed. it., p. 568).
Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la
felicidad. Os encomiendo esta tarea a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, a la Iglesia que está en Cracovia y en Polonia, y a todos los devotos de la Misericordia divina que vengan de
Polonia y del mundo entero. ¡Sed testigos de la misericordia!
6. Dios, Padre misericordioso, que has revelado tu amor en tu Hijo Jesucristo y lo has derramado sobre nosotros en el Espíritu Santo, Consolador, te
encomendamos hoy el destino del mundo y de todo hombre.
Inclínate hacia nosotros, pecadores; sana nuestra debilidad; derrota todo mal; haz que todos los habitantes de la tierra experimenten tu misericordia, para
que en ti, Dios uno y trino, encuentren siempre la fuente de la esperanza.
Padre eterno, por la dolorosa pasión y resurrección de tu Hijo, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Amén.
ENCÍCLICA "DIVES IN MISERICORDIA"